Por
Jorge Zuzulich

La vida frágil (variaciones sobre lo íntimo)

En una era signada por la publicidad de lo privado (la aceleración tecnológica ha contribuido exponencialmente a este hecho), es factible que la intimidad sea uno de los últimos pliegues en donde el sujeto contemporáneo logre su propio resguardo y reconocimiento. 

Tal como señala el filósofo español José Luis Pardo, lo íntimo se distancia de lo privado en la medida en que este último está ligado a la posesión y el primero nunca logra ser apropiado totalmente. De esta manera, la expresión de lo íntimo parece tomar cuerpo en un movimiento que viaja desde lo más profundo del sujeto hacia su exterioridad, como un vector que, a tientas, busca un destinatario, a su otro

Lacan realizó un planteo similar bajo una metáfora espacial: la extimidad aparece, entonces, como una instancia reversible en donde el adentro es, a su vez, el afuera y viceversa. A propósito de esta cuestión, Jacques-Alain Miller propone que: “El término extimidad se construye sobre intimidad. No es su contrario porque lo éxtimo es precisamente lo íntimo, incluso lo más íntimo, puesto que intimus ya es en latín un superlativo. Esta palabra indica, sin embargo, que lo más íntimo está en el exterior, que es como un cuerpo extraño” (2017: 14). En tal sentido, lo éxtimo parecería indicar algo propio de sí que se presenta con cierta marca de ajenidad pero que, paradójicamente, se convierte en una marca para el reconocimiento del sujeto.

De manera convergente, podría pensarse que lo indecible marca lo íntimo y, paradojalmente, aparece ligado a cierta forma de comunicabilidad. Tal vez, la mejor expresión en torno a lo señalado podamos encontrarla en aquello que François Jullien denominó gesto íntimo. Un movimiento o acción que une a dos cuerpos a partir de que lo inexpresable se apodera de la gestualidad de uno de ellos y construye una forma comunicativa compartida, común, que les es propia pero, a su vez, ajena de toda convencionalidad. En palabras del propio Jullien: 

“…Retirado, reservado, furtivo e incluso ocultándose a los demás, el gesto íntimo saca de oficio a lo íntimo de sus sentidos paralelos y conjuga ejemplarmente ambos, afuera y adentro –lo hace a la vez más estrechamente y más densamente. Con un solo movimiento, expresa a la vez el retiro y el compartir. Proviene de un sentimiento interior y que incluso es el más interior, el más secreto, al mismo tiempo que no se contenta con dirigirlo al Otro, sino que se lo impone físicamente. A la vez el más discreto y el más directo; que trae consigo lo más imperceptible de la subjetividad, que es lo más retirado, al mismo tiempo que lo encarna en lo más tangible y lo más exterior –el cuerpo…”

El gesto del artista, asumido bajo diversos modos de producción (pintura, escultura, dibujo, performance, por nombrar sólo algunos), ha funcionado como el vector que conecta la interioridad del artista con la materialidad de la obra, pero, a la vez, “toca” al espectador. Un indicio subsidiario de ello es que esta cuestión es lo que ha permitido a los historiadores del arte establecer el reconocimiento de la lógica de un estilo, de un trazo (huella) que se asocian de manera inevitable a un cuerpo preciso en un lugar determinado.

En cierto sentido, la propia definición de lo artístico parece mimetizarse con la noción de lo íntimo. De esta manera, la obra de arte se despliega, paradójicamente, en el marco de una dinámica en donde lo profundo siempre es superficie; cuestión que delimita una zona en donde lo dicho es torsionado por lo indecible. Probablemente, este aspecto interpelador sea el que transforma a lo íntimo en objeto preciado, especialmente, por las poéticas contemporáneas. 

A la vez, la obra de arte parece sugerir siempre, en su propio seno, la escena de la dinámica que le da entidad, aquella zona que muchas veces ha sido nominada como acto creativo. Este proceso aparece determinado por la direccionalidad, por un vector que señala una conexión no verificable a simple vista: desde el interior profundo del artista hacia la exterioridad de la materialidad. Esa pulsión que colisiona con la materia e instaura la necesidad de evocar la forma o desestimarla.

Impulso que, en el mismo movimiento, se abre paso para despejar los clichés que habitan virtualmente la superficie de trabajo (toda la historia del arte está en la tela, diría Deleuze) y provocar la aparición de lo inaudito.

Urgencia y emergencia, estado crítico cuyo paliativo implica la irrupción del impulso interno que no puede detenerse.

En tal sentido, la obra emana intimidad cuando se erige como pliegue, como doblez que articula lo exterior y lo interior en el mismo movimiento. Probablemente, la noción de éxtimo, pueda convertirse en una perfecta metáfora de la dinámica que sostiene a toda obra de arte.

Lo íntimo expone, deja toda la humanidad del sujeto al descubierto, lo releva de toda protección; frente a la escena íntima toda lógica de resguardo se llama a retiro. Entonces nos tornamos frágiles en la medida en que cargamos con nuestra desnudez a cuestas frente a la mirada del otro que testifica nuestra condición quebradiza. Nunca tan oportunas las palabras de Emmanuel Levinas:

“…La vergüenza aparece cada vez que no logramos olvidar nuestra desnudez. Se refiere a todo lo que se querría ocultar y que no podemos cubrir. (…) Lo que aparece en la vergüenza es precisamente el hecho de estar clavados a nosotros mismos, la imposibilidad radical de escaparnos para ocultarnos de nosotros mismos, la presencia irremisible del yo ante sí mismo. La desnudez es vergonzosa cuando es la patencia de nuestro ser, de su intimidad última. (…) Es nuestra intimidad, es decir, nuestra presencia ante nosotros mismos la que es vergonzosa…” (citado en Agamben; 2017 :167).

Es esa exposición la que, en lo íntimo artístico, se dispone como un espacio que posibilita el desembarco de lo autobiográfico en lo poético. 

A la vez que, casi como una exigencia, la obra artística reclama la abolición de toda distancia. De esta manera, la cercanía y el cálido cobijo que aquella despliega se convierten en un modo de señalamiento de lo íntimo. Aunque esta condición no exima ni al artista ni a la obra de incorporar las expresiones más duras o complejas de la experiencia vital.

En El reposo (2019), Quio Binetti recupera una experiencia traumática para sostener la poética de su obra. El video, modalidad técnica que es esencialmente una imagen en devenir, se convierte en sustrato indispensable para el continuo experiencial de su propio cuerpo. Como señala la artista: “Perder un hijo es perder una parte propia y ajena. Es vivir con un porcentaje del cerebro procesando la vida que no pasó, intentando retener lo propio de un cuerpo que fue perforado, vaciado y detenido en un tiempo hospitalario. Es estar perdido en la pérdida”. El rojo de los recipientes, los frutos, el movimiento fragmentado, la sonoridad de una gota de agua evanescente, todo ello delata la fragilidad del cuerpo, de la vida, configurando una suerte de vanitas contemporánea. 

El árbol de la vida (técnica mixta, 1996), de Eduardo Médici, obra de gran formato perteneciente a la serie Entre mí y mí, pone en escena al propio artista en su autorretrato; primero fotografiado en una sesión marcada por lo performático, para luego ser transferido a la tela. Cabe señalar que el antecedente directo del retrato es la máscara mortuoria y que el despliegue fotográfico, de alguna manera, es concebido bajo el signo de la muerte en la medida en que detiene la temporalidad de lo capturado en el registro; cuestión tensionada por la vitalidad del trazo pictórico producto del gesto dinámico del artista. La cuestión señalada es tematizada fuertemente en la obra. 

En tal sentido, los rostros forman parte de un árbol de la vida, se multiplican como sus frutos y, en ese espacio estrecho que coincide con lo idéntico (lo igual a sí mismo, el Entre mí y mí de la serie) Médici ve florecer una multiplicidad que lo disemina. La obra se fundamenta en un movimiento pendular entre la vida y la muerte en donde el rostro es un fruto que tiende a perecer, pero que se integra al ciclo de lo vital con posibilidades de reproducirse. Allí, el árbol, lo vital que permite la regeneración, configura la estructura central de la obra y se asume como estrictamente pictórico (vitalidad del trazo), el cual sostiene el detenimiento propio de lo fotográfico (frutos).

También, Bill Viola, en The passing (1991), evidencia que la muerte de su madre y el nacimiento de su hijo marcan la condición de lo vital con el signo de lo cíclico. Lo autobiográfico es ficción y la poesía rompe su distancia con el registro documental. Quizás, a modo de síntesis, podría evocarse la imagen del cuerpo del propio Viola sumergido en el agua, contenido y protegido por un entorno acuoso que evoca aquel momento y lugar olvidados: el tiempo detenido del útero materno.

 Pickelporno (1992), de Pipilotti Rist, propone una aproximación sexualizada de la intimidad. La cámara es un ojo maquínico que nunca se detiene, cuya intromisión devela la poesía del encuentro entre los cuerpos. Esa ruptura de toda distancia se ve reforzada por el trabajo en capas yuxtapuestas que vincula elementos heterogéneos, los que rememoran las asociaciones shockeantes del universo onírico surrealista. El sustrato sonoro resalta cierta atmósfera hipnótica; sobre esta, los cuerpos fragmentados que, gracias al despliegue tecnológico, escapan a la carcelaria percepción cotidiana, tal como señalara Walter Benjamin.

Pola Ezker posa su mirada sobre la intimidad de los cuerpos femeninos en las series fotográficas L’Impossibilite (2014), Lapsus y Conciliación (2015). En la primera, la distensión de los cuerpos en su imposibilidad de acción los vuelve irreconocibles en tanto la identidad de estos aparece diluida en su fragmentariedad. En la segunda, la interiorización de la lectura se convierte en un acto compartido, en una acción con resonancias rituales que anuda simbólica y literalmente los cuerpos, en donde la especularidad compositiva estabiliza la escena y provoca un reconocimiento mutuo entre las jóvenes protagonistas. Mientras que en Conciliación las corporeidades femeninas se entrelazan a la vez que indican una apertura con sentido proyectivo: desde el interior hacia el afuera. Como comenta la artista: “el reencuentro con eso sagrado femenino que tenemos las mujeres y que es una herramienta de gran poder. Porque en la conciliación es donde se produce el reencuentro y a la vez el cambio”.

Tal vez, la espacialidad del bosque pueda entenderse como esa exterioridad habitada por lo profundo. Seguramente, su verde cerrazón albergue una temporalidad más extensa que la de su propio proceso constitutivo, temporalidad que se brinda para que el hombre pueda recuperar una experiencia diferenciada de la cotidiana. Quizás por ello, diversas culturas han hecho del bosque el ámbito propicio para experiencias iniciáticas, aquellas que sustentan la dinámica de un cambio profundo. De esta manera, Alejandra Correa da forma a un espacio poético signado por la memoria. Su instalación La canción de bosque (2016), propone una relación entre elementos recolectados y, también, la configuración manual señala, de manera incesante, hacia el territorio superviviente y lúdico de la infancia.

Tal vez, lo olfativo se proponga como una inversión de la lógica íntima. Siempre avanza desde la exterioridad para alcanzar las zonas más profundas del sujeto. Todo olor sostiene una doble lógica; por una parte, el carácter que le da entidad reconocible en tanto tal (el olor “a limón”, “a limpio”, “a chicle”, “a nuevo) pero, por otra parte, esa exterioridad inasible ingresa en nuestro cuerpo y activa las zonas más profundas de nuestra memoria y, en tal sentido, construye diversas significaciones en la medida que activa momentos de nuestra historia, actualiza nuestra memoria por esa irrupción. Quizás esta sensación de lo “ya olido” es lo que configure el núcleo de la instalación olfativa Déjà vu (2013), de Cecilia Catalin. La verbalización del olor en situaciones cotidianas con las implicancias morales que refieren a ellas es el eje de su serie La Captura (2019), en donde la imagen se extravía para dejar paso a la persistencia del subtítulo que enuncia situaciones olfativas, sobre un fondo absolutamente negro. Como plantea la artista: “La imagen se pierde y sólo queda el lenguaje cómo forma”.

En su ensayo canónico sobre la obra de arte en la reproducción técnica, Benjamin resalta que lo aurático en lo fotográfico aparece resguardado por la mirada del retrato, la cual sostiene su aquí y ahora. Recordemos, además que el autor, en otro texto, define el aura como el dotar a la obra de la capacidad de elevar la mirada hacia nosotros. En cierto sentido, la recuperación de retratos fotográficos para su despliegue poético opera en este sentido, sumado a la irrupción del bordado como el procedimiento que sutura el pasado referencial de la obra y la puesta en acto del clima íntimo. En tal sentido, Viviana Debicki define de esta manera su obra Las muchachas feministas (2012): “Un grupo de muchachas que miran a la cámara de frente con sus vestidos bordados de violeta, traen en sus hilos horas de labores silenciosas, secretos compartidos en la infancia y un futuro inasible hacia el que se deslizan, desovillándose, sus bobinas”. Afirmaciones que podrían derramarse sobre las fotografías impresas en lienzo y bordadas a mano de Retratos del árbol (2017) en donde el bordado excede el límite impuesto por el marco y avanza para tejer una relación solidaria entre los elementos de la obra y el espectador, el cual se ve interpelado por la centralidad de un espejo/retrato.

El futuro no es lo que solía ser, instalación de Juan Manuel Fiuza, reúne fotografías de diversas procedencias (fotos encontradas y familiares, de medios masivos, etcétera) y textos fragmentarios y aleatorios (poesías, pensamientos, WhatsApps, etcétera) sobre cada imagen recuperando la estética del subtítulo cinematográfico.  Si en el film se “mueve” la cinta (fotos fijas) para producir el efecto de movimiento en la proyección, ahora es el espectador el que debe realizar un recorrido para activar los elementos que componen la obra y, así, generar su propia “totalidad”. Esta invitación al recorrido reclama un acortamiento de la distancia contemplativa al proponer la cercanía como clave de acceso. En tal sentido, El futuro no es lo que solía ser toma la forma de un activo fresco íntimo.

La interioridad que acompaña los procesos de trabajo artístico ha sido registrada por Daniel Merle en libretas de puño y letra; Atlas (2015) pone en escena esta colección íntima, casi un gabinete de curiosidades que reúne diversos momentos de su trabajo. Al abrir ese material oculto a la mirada del espectador el artista devela la trastienda de sus procesos; más que poner en evidencia cierta zona privada, libera el emerger de un modo de hacer íntimo en donde el registro, la captura de lo referencial, se internaliza y, en la misma dinámica, se proyecta sobre lo capturado. En cierta medida, la remisión a Warburg, a su Atlas Mnemosyne, propone un mapeo sobre la memoria de su propia poética.

En su serie Mesas la exterioridad contiene a lo íntimo: el modo en que aquella se dispone, los objetos, la comida, el modo en que se accede a ella, los colores, los materiales, permiten permear la disposición interna del sujeto en sus rituales cotidianos. Por otra parte, un recurso propio del siglo XVII aparece en las imágenes: la luz exterior que ingresa en el interior, pero también las puertas y ventanas utilizadas como dispositivos de reenmarcamiento. A la vez, como indicara Víctor Stoichita en torno a la autoconciencia pictórica, las obras de Merle hablan sobre su más profunda interioridad al producir un señalamiento, de una u otra forma, sobre su propio medio expresivo: la fotografía.

Asumiendo otro punto de vista, Ni una sola palabra de amor. La historia de Teresa y Enrique (2013), de El Niño Rodríguez, funda su estrategia productiva a partir del material encontrado. “Un casete grabado con mensajes fue encontrado dentro de un contestador telefónico usado. A través de esos llamados conocemos la increíble historia de Enrique y María Teresa: una mujer que espera recibir el llamado de un hombre que no responde nunca. Diez años después, sobre este audio, completamente auténtico, está montado este cortometraje”, cuenta Rodríguez. Su poética parece recuperar, en clave cinematográfica, cierta estética Puig. La fragmentación sonora que recuerda a la entrega episódica del folletín y la telenovela, el despliegue narrativo melodramático, la recuperación del habla popular y cierta iconografía que rememora el estilo hollywoodense de los años de oro del cine clásico son la clave de su configuración. Pero las voces de María Teresa y Enrique se convierten en la clave distintiva del film. Al salir de la más profunda interioridad, el hálito provoca una vibración corporal única, una sonoridad que sólo puede asociarse a un cuerpo determinado y que permite un reconocimiento inevitable de este. A la vez, la voz llega al otro en forma de onda sonora e ingresa en su cuerpo para instalar sentido y atmósfera. Tal vez, por este movimiento que va de un interior a otro, viajando de manera inasible por el espacio, es que podamos pensar en la voz como portadora de una posible definición de lo íntimo. Pero, a la vez, el desdoblamiento, el cuerpo de la actriz que encarna la voz del otro, lo real y su doble (la mise en scène) deviene una mise en abyme como una poderosa herramienta que evidencia un posible camino en la ficcionalización de lo íntimo.

La dupla de artistas Chiachio&Giannone operan ya como una unidad en la cual producción artística y vida se funden de manera profunda. Dos hombres que despliegan su labor a partir de una técnica dispuesta socialmente como configuradora de lo femenino: el bordado, lo textil. La puntada que enlaza, que se prolonga y se repliega dando lugar a la figura, atraviesa un sustrato compartido por los cuerpos que la ejecutan. Tal vez, esta elección se sustente en la potencia de un gesto íntimo que reviste un fuerte sentido micropolítico. 

El díptico Tatuaje (2013) referencia un entramado de múltiples ejecuciones que ya resuenan desde su título, en relación con sus elementos formales y con la historia vital que la sostiene. Las largas horas de cuidado de un amigo internado, su deterioro y su inmovilidad, hizo que diariamente los artistas copiaran fragmentos de varios tatuajes que estaban en su cuerpo. Día a día esos dibujos devenían bordados conformando, paulatinamente, un palimpsesto que luego se desplazó y marcó los rostros de sus autorretratos, casi a modo de fusión íntima.

En las dos piezas denominadas Mosaico Pompeyano (2017), la técnica de trabajo se desliza hacia el mosaico textil: pequeños fragmentos de tela pegados que les otorgan entidad a las figuras. De nuevo, el autorretrato es el eje del trabajo, este construye un yo poetizado que abre un diálogo de apropiaciones y citas tanto con la historia de la imagen como del textil. Ambos trabajos poseen fuertes marcas de una narrativa en imágenes del yo, la cual enuncia una perpetua configuración bajo el signo de lo poético.

El papel reciclado, la impresión casera, monocroma, y la confección artesanal (el hilo a la vista cuya puntada une los pliegos) le permiten a Juli Jons configurar sus libros de artista Libre (2018) y Sin título (2019). Sus obras sostienen un delicado equilibrio entre lo artesanal y lo reproductible marcadas por la cercanía y la calidez que el pequeño formato propone. Allí, la mediación con el espectador está a cargo del tacto y lo visual. En ese encuentro la temporalidad depende de esa relación. Pero también, su obra reconoce la construcción de la identidad como un procedimiento marcado por lo estrictamente narrativo. De esta manera, el yo emerge de la fricción con los materiales de trabajo artístico: fotografía, texto, objetualidad (libro). 

En un sentido análogo, las palabras sostenidas por Tamara Kamenszain en relación con el despliegue poético pueden ser perfectamente redireccionadas hacia otras productividades artísticas sin demasiadas reinterpretaciones: 

“…el poema no podría ser considerado ya la resultante estática –ni estética– de un yo y/o de un mundo, sino que yo y mundo confunden ahora sus límites, impulsados por la actividad del poema. Una actividad que no se aloja con exclusividad en el interior de la lengua ni responde al campo acotado del signo sino que, al caerse por fuera de esos límites, se ve modificada en forma permanente por la vida, la experiencia, la ‘historicidad’, o como se quiera llamar a ese campo de afectos y efectos que no se dejan detener…” (2016: 12) 

En un sentido convergente, la serie Dispositivos performáticos, de María Laura Domínguez, remite de manera directa a los artefactos pre-cinematográficos que sustentaban su despliegue en la desarticulación y rearticulación del movimiento. El propio cuerpo de Domínguez asume una pequeña acción íntima, performática, cuya continuidad se descompone para, luego, ser restituida por obra y gracias del dispositivo tecnológico. Artefactos que destilan calidez en su propia configuración material (madera, construcción artesanal), los cuales despliegan diversas modalidades proyectivas: sobre el muro (MicroAcción Textil I, 2016), sobre un bastidor de bordado como pantalla (MicroAcción Textil III, 2018-19) o bien por refracción de los espejos (MicroAcción Textil II, 2017). 

El cuerpo escindido (2015), de Piren Benavidez Ortiz, asume una acción como eje operativo de la obra. La pasividad del espectador sentado es dislocada por la exigencia de un despliegue performativo. Técnicamente, la producción energética resultante permite, al espectador-voyeur activo, visualizar por una mirilla una sentencia imperativa: “busca a otro cuerpo”. En tal sentido, la energía acumulada funciona como una pulsión deseante que sale en busca del otro; y el texto objetiva ese movimiento en la medida en que el imperativo sale de la interioridad (energía) del sujeto para objetivarse. 

La instalación de Graciela Cassel Through the window (A través de la ventana, 2019) instaura un fuerte sentido melancólico en la medida que el espectador es ubicado frente a una ventana para percibir las alteraciones climáticas del afuera, en un entorno inmersivo teñido con una tonalidad azulada. Esa “doble ventana”, la simulada con vidrio y la del marco digital, propone una experiencia extrañada en la medida que referente y tecnología se yuxtaponen para alterar la percepción de la temporalidad. En relación con el video, Cassel dice: “se puede ver la transformación del cielo con sol, nieve, lluvia y con nubes dentro de un entorno urbano. Fue filmado durante treinta días en el invierno de dos mil diecisiete entre las siete y ocho de la mañana”.

Desde otra perspectiva, Martha Wilson1 es una artista que ha centrado su trabajo en la exploración de la subjetividad femenina a partir de un uso innovador de los medios fotográficos como también de la performance. Art Sucks (El arte apesta) y Appareance as value (La apariencia como valor) fueron realizados en 1972 mientras la artista residía en Halifax (Nueva Escocia). En cierto modo, Appareance as value y Art Sucks son obras que destacan el proceso de construcción de la identidad; variaciones de un aspecto de la intimidad. Podría decirse que, además, desnuda los dispositivos sociales o públicos que le dan forma y que la performance deconstruye, en tanto modo de producción artística radical que permite la emergencia del cuerpo desprovisto de todo carácter representativo.

Tanto El cuerpo herido (fotografía digital intervenida manualmente, 2017) como cautiverio / escritura sobre vidrio con vapor de mi boca / cansancio (videoinstalación monocanal, 2018), de Lucía von Sprecher remarcan, como núcleo constitutivo, la condición de fragilidad de lo existente.

En la primera, el cuerpo se somete a múltiples condiciones de intervención que evidencian el sentido señalado. Como en un juego de cajas chinas, la impresión final sostiene al cuerpo performativo, a la rotura de ese registro (el cuerpo se parte) y a su endeble restitución (se restituye la imagen del cuerpo, pero dejando evidencia de la sutura). La impresión final, montada sobre la pared, no sobrevivirá o, mejor dicho, su supervivencia quedará asociada a los restos (jirones), producto del desmontaje. En tal sentido, también la representación corporal abre paso a su dilución quitándole entidad al registro, como si la obra señalara: todo registro es precario y provisorio.

Sobre esta afirmación se despliega cautiverio / escritura sobre vidrio con vapor de mi boca / cansancio. En ella, en primer lugar, el registro se propone como una herramienta necesaria para evitar la fugacidad de lo performático. El negro de la vestimenta de von Sprecher contrasta con el fondo claro, mientras la artista dispone los materiales frente a cámara (bloques de cemento y una pieza de vidrio). Luego, su respiración funciona como el elemento que vincula el cuerpo vacilante de la artista con la pieza de vidrio. El video en blanco y negro opera con una función sustractiva en torno a la representación de lo real casi de manera equivalente al modo en que las marcas del aliento desaparecen de la superficie del vidrio. Paradojalmente, con el mismo sentido, funciona la inversión entre el contraste del cuerpo de la artista y el fondo y la relación entre el vidrio y el aliento al construir una tentativa sobre el vacío, que el gesto de la artista remarca.

Las manos sostienen, cobijan, acarician, gesticulan, pero en el caso de las de Marta López Gil, filósofa, además subrayan, anotan, escriben, producen, traducen, piensan; en definitiva, construyen y dejan huellas de diverso modo… Mamá, otra vez (2018. Foto color digital. Segunda edición, 2019), de Dolores Zorreguieta, retrata en gran formato estas manos como un modo de mapear sus acciones, las actuales y las pasadas, aun en estado de reposo. Después de todo, la imagen desarticula el tiempo lineal para rearticular la existencia en gerundio, siempre como un siendo. Y es lógico, no son manos cualesquiera, son las manos de una madre que, en el “otra vez” del título, señalan, a la vez, una nueva aparición y una permanencia. Siempre han estado allí, siempre estarán allí y su irrupción parece indicar tanto la fragilidad como la potencia de lo performativo, de lo vital.

Mientras que, de modo contrastante y compartiendo espacio con Mamá, otra vez, las miniaturas que conforman la serie Las Joyas de la Corona (2018) señalan tanto la fragilidad como la necesidad de una aproximación física por parte del espectador a un universo signado por lo siniestro. A la vez, la formalidad de las piezas remite a ciertas zonas corporales nominadas como “íntimas” pero ellas se exponen con un dispositivo similar al de las piezas altamente valoradas, en el cual dar a ver y resguardar forman parte del mismo movimiento.

Las instalaciones sonoras de Diana Schufer abren a una dimensión de lo íntimo ligada a la escucha de un relato que produce un señalamiento sobre diversas zonas del vínculo de pareja. El dispositivo elegido convierte al espectador en un testigo auditivo pero, como diría Jean-Luc Nancy, se está en la escucha, se participa de la escucha en la medida en que lo sonoro nos envuelve, resuena en el interior de nuestro cuerpo y nos afecta. Pero, por otro lado, el objeto común a ambas obras, la almohada, señala el momento de un encuentro íntimo, compartido, ligado a la confesión y al deseo. Hay una resonancia del dispositivo confesional en el modo en que el espectador percibe esas voces, cerca, pero a distancia. 

En El abrazo (2002) las “dos almohadas suspendidas” que “se abrazan y flotan” aparecen unidas por un lazo deseante que, literalmente, las une. Como comenta la artista: “Antes de dormirse, ellos hablan, cuentan lo que sienten con el sexo, lo que les gusta del otro, lo que el otro les hace sentir”. Mientras que en La almohada (2001), “la voz de una mujer relata acerca de las huellas que le quedan en el cuerpo y en el alma, después del sexo”.

Por mi culpa (2019), pieza sonora en loops para trío de auriculares estéreo, de Damián Anache, evoca a partir de su textura sonora, minimal, abstracta, despojada, el encuentro del oyente con situaciones que lo proponen como testigo en una obra en donde la espacialidad se integra a la propuesta. “Tres puntos de escucha para la terapia de un sacramento. Uno a escondidas, fisgoneando el mal ajeno; otro desde adentro del jardín de las culpas (que atormentan al arrepentido); y el otro en medio del diálogo de reconciliación entre la esterilla y el diván. La pieza sonora, reproducida a través de tres auriculares estéreo, recorre de manera poética las pequeñas faltas a la moral de un penitente culposo (cuyos secretos no paran de zumbarle en la cabeza) y la práctica de exponerlos frente a otro”, tal es la mirada del artista sobre su obra.

El EVU / Ensamble Vocal de la Licenciatura en Música de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), dirigido por Agustina Crespo y Juan Cerono, propone una serie de variaciones musicales sobre la cuestión de lo íntimo. Signadas por las lógicas contemporáneas de producción, Living Room Music (1940), pieza de John Cage propone una interacción performativa con objetos que acompañan nuestra cotidianeidad, en tanto que A Love Story (2016), de Martín Virgili propone el beso como sustrato para el despliegue de la pieza; y ¿Cómo? (Work in progress 2019), con música de Agustina Crespo y Juan Cerono y texto de este último, en donde la respuesta al interrogante que da título a la obra se plantea con todo el peso de la fragmentariedad, como rezan las líneas finales del texto: “Así fuimos / pura esquirla”.

Por otra parte, lo íntimo aproxima puntos distantes en el tiempo; es así como Por unos puertos arriba (siglo XVI), de Antonio de Ribera, y O bone Jesu (ca. 1588), de Giovanni Pierluigi da Palestrina, abrazan un diálogo con Ear to ear (1983), de John Cage, en la medida en que despliegan un espacio de cercanía para la escucha a la vez que la espiritualidad íntima se expresa en clave sonora. 

Para finalizar, un último señalamiento. Al escapar a toda posible normatividad, al establecer como regla un nomadismo de las emociones, en su carácter inapropiable, lo íntimo podría erigirse como el último refugio de lo político o, mejor dicho, como resistencia micropolítica a las disposiciones del orden estructurador de los cuerpos y de sus conductas; en definitiva, de la administración de la vida. Tal vez, en la medida en que la poesía de los gestos sustentada en lo íntimo cobre vigor, los ideales de ruptura entre la obra de arte y la vida habrán logrado una nueva encarnadura. La nueva sensibilidad fue una apuesta necesaria para el gran Herbert Marcuse. También para el arte de vanguardia. Entonces, sólo resta que el gesto íntimo irrumpa con la suficiente potencia poética como para dislocar la desoladora escenografía de nuestra contemporaneidad.

 

Notas

  1 Nacida en 1947, en Newtown, Pennsylvania, EEUU. Reside en New York desde 1974. En 1976 fundó y continúa dirigiendo Franklin Furnace, un espacio dirigido por artistas que defiende la exploración, promoción y preservación de libros de artistas, arte de instalación, video y performance. https://www.marthawilson.com/   http://www.franklinfurnace.org/

 

Referencias bibliográficas

Agamben, G. (2017). El uso de los cuerpos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora

Jullien, F. (2016). Lo íntimo. Lejos del ruidoso Amor, Buenos Aires, Cuenco de Plata

Kamenszain, T. (2016). Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora

Miller, J-A. (2017). Extimidad, Buenos Aires, Paidós 

Pardo, J.L. (2013). La intimidad, Valencia, Pre.Textos

Pardo, J.L. (1998-99). “Políticas de la intimidad. Ensayo sobre la falta de excepciones”. En Anales del Seminario de Metafísica, ISSN 1575-6866, Nº 32, (Ejemplar dedicado a Alteridad y reconocimiento), págs. 145-196

Ricoeur, P. (1999). “La identidad narrativa”. En Historia y Narratividad. Barcelona, Paidós

 

Zuzulich, J. (2019). La vida frágil (variaciones sobre lo íntimo). Buenos Aires: arteXarte – Fundación Alfonso y Luz Castillo.

Texto de catálogo de la muestra del mismo nombre que se realizó en el espacio arteXarte entre 7 de septiembre al 24 de octubre de 2019, con curaduría de Jorge Zuzulich.

El catálogo puede descargarse de manera gratuita en https://artexarte.com.ar/catalogos-exposiciones/la-vida-fragil/